Estaba en el
lugar perfecto, el lugar idóneo para perderse. Estaba lejos de todo y de todos.
Y lo olvidé.
Cada
mañana, me despertaba en la orilla del lago, entre árboles y arbustos. Podía
ver cada rayo de sol atravesando el agua e iluminando las maravillas que el
lago contenía. Era fácil entrar en él, pues el sol calentaba como en
ninguna otra parte y nunca hacía frío. Nadaba al compás de las olas, siguiendo
a los peces, sintiéndome viva. Podían pasar horas hasta que estuviese fatigada
de hacerlo y, entonces, caminaba entre los árboles y palmeras que rodeaban al
pequeño oasis, aprendiéndome cada milímetro de su alrededor. Observaba a los
pájaros anidando, los cervatillos brincando y otras criaturas. Era precioso.
No
sabía cuánto tiempo llevaba ahí, de hecho, ni pensaba en ello. Nada envejecía
en ese lugar, cada día era algo nuevo. Lo veía distinto, más perfecto, más mío,
o…o yo más suya.
Si nunca hubiera
descubierto ese lugar, no hablaría en pasado sobre mi vida.