Llevo puesto el pijama y no tengo
intención de cambiarme. La tristeza que poco a poco me invadía se ha apoderado
por completo de mí. Me cuesta respirar; el aire hiela mis pulmones y las lágrimas
cortan mi cara. Lo que parecía estar escrito en el cielo “hoy va a ser un mal día”, se ha escrito en mi interior y ha
decidido asentarse en mi corazón. Los minutos pasan lentos y, a pesar del
cansancio, las noches solo son una peor prolongación de la jornada. Los
problemas, ya bastante vastos a la luz del sol, se magnifican bajo el brillo
lunar que, al iluminarlos con su fulgor, parece embellecerlos. Podría quedarme
a ver amanecer mientras intento resolver el rompecabezas, pero los tempranos rayos empeorarían mi sensible mirada
causada por las noches en vela, así que es entonces, al despuntar el día,
cuando por fin consigo dormir; pero, las pesadillas, pronto hacen que me
despierte entre sudores y sollozos prefiriendo volver a la rutina: caminar sin
sentido, pensar en lo dañino y buscar soledad aunque necesite a alguien a mi
lado.
Mucha gente dice que vivir es maravilloso, pero a mi me parece una obligación. Cada semana son siete días menos que, cuando te has cansado de fingir sonrisas, se agradecen.